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El Tintero de los ironistas

 

 

Por Mariana Hartasánchez:

La casa de mis abuelos paternos, los que hace más de medio siglo llegaron a México huyendo de Franco, ya no está en Cuahutémoc 875; en su lugar se levanta un bonito edificio que ostenta sendos letreros de "Tecnocasa". Un cúmulo de acogedores departamentos apilados con elegancia conforman esta construcción recién levantada. Pero el edificio, que espera ansiosamente a sus nuevos moradores, mantiene oculto un secreto. Como esas antiguas fortificaciones medievales, que resguardaban salones prohibidos, túneles y bóvedas hinchadas de tesoros, en Cuhautémoc 875 hay un teatro.

Al final de un pasillo cuyo piso de concreto no augura ningún salón imperial, se levanta una escalera negra, elegante y remozada. Y frente a la escalera hay una puerta de madera cruda, erizada de astillas.
Ni el más visionario de los visitantes podría imaginar lo que hay más allá de ese umbral tapiado.
El tablón que sirve de puerta tiene, como una pequeñísima herida de bala, una cerradura rústica, redonda.

Basta incrustar la llave, girarla como carcelero y empujar la tapia para descubrir un espacio inverosímil, diseñado milímetro a milímetro, desde su nacimiento, como un espacio teatral.
Así es, desde la piedra angular, desde su basamento, ese espacio llevaba ya su destino escrito en concreto. Mi padre lo decidió así, aunque cuando me lo dijo, no quise creerlo.

Pareciera que en este país que zozobra, donde el arte es considerado por muchos como capricho, lujo o diverimento inútil, solamente un hombre rico puede apostar por un proyecto como este.
No.
Un hombre raro, que actuó como personaje de los Grimm, le dio rienda suelta al absurdo: de pronto vació sus cuentas, invirtió cada centavo que tenía y decidió hacer algo tan absurdo que todavía cuesta creerlo: Construyó un teatro.
Mi padre y yo no hablábamos mucho, nuestra relación fue distante y difícil por largo tiempo, estuvo ausente, su voz y sus palabras eran ecos lejanos, nostálgicos y dolorosos, que venían a mí de vez en cuando.

Y de pronto esto.

Mi adorada hija, mi barbado hombre y yo vivíamos en Querétaro (y seguiremos trabajando y visitando constantemente esa ciudad tan añorada), teníamos tiempo, adoquines, aire más puro, amigos, público leal, apariciones en periódicos locales. Pero un teatro nos trajo de vuelta a la inmensa capital, a la conflictiva Tenochtitlán, a la ciudad sobrepoblada, al hábitat de miles de creadores escénicos que compiten con ferocidad, a la sede de las instituciones federales.

No perder el espíritu, ni el mío ni el del recinto que estamos por abrir, ese será el objetivo. Ir de la mano con el teatro, el físico y el que es concepto; el teatro, que ha sido mi amigo más duradero y que hoy, insospechadamente, reúne a mi hija con su abuelo, con mi padre, ese hombre al que aprendo a conocer de nuevo.

Av. Cuauhtémoc 875, Col. Narvarte.

Del. Benito Juárez, México, D.F.

 

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